viernes, 13 de noviembre de 2009

La mariachi furiosa

Angélica Liddell
La casa de la fuerza
J. I. G. G.Publicado Viernes , 13-11-09
Texto y dirección: Angélica Liddell. Iluminación: Carlos Marqueríe. Vestuario: Josep Font y A. Liddell. Música: Pau de Nut (violonchelo) y Orquesta Solís (mariachis). Intérpretes: Angélica Liddell, Lola Jiménez, Getsemaní de San Marcos, María Morales, Perla Bonilla, Cynthia Aguirre y María Sánchez. Matadero/Naves del Español. Festival de Otoño. Madrid.

En el poso que dejan las cinco horas y media de teatro furioso que Angélica Liddell propina al respetable en «La casa de la fuerza» habita una rara sensación de coherencia. La escritora, la directora, la actriz explora los límites de la expresividad escénica y se explora a sí misma, su resistencia (y la de los espectadores), su capacidad de exhibicionismo visceral teñida de masoquismo, su poder de comunicación a base de intensas imágenes y palabras en ebullición.

Y lo hace para culminar un espectáculo empapado de fascinación por México y que literalmente ofrece sangre, sudor y lágrimas.

Como en cualquier proceso de búsqueda, en este larguísimo envite es posible ser sorprendido por una constelación de deslumbramientos, y también sentir cómo el tedio instala sus garras de plomo en los sentidos o la irritación tensa las mandíbulas por caprichosos desbarres, elocuentes caídas de ritmo sin justificación y/o la revisitación de lugares comunes agazapados bajo la capa del estrépito.

Angélica Liddell, una creadora formidable que hace desahogadamente malabares con las brasas del exceso, se enfrenta a dentelladas en esta excesiva propuesta a la violencia contra la mujer. Hablaba de coherencia y la hay en la concepción de un montaje que refleja gradualmente cómo determinadas inercias sociales, teñidas de condescendencia, subestimación o abierto rechazo, desembocan en la misoginia y el asesinato. La autora escribe en el programa de mano: «Del mismo modo que los chistes de judíos culminan en Auschwitz, las rutinas de desprecio hacia la mujer culminan en feminicidio».

El proceso de esa culminación violenta lo desarrolla en tres partes. En la primera, dos mujeres relatan, con las bragas en los tobillos, sus historias de amor violento, y otra (Liddell) canta expresivos corridos ad hoc acompañada por una orquesta de mariachis; las tres beben abundante cerveza a gañote. En la segunda, la autora tiñe de confesión descarnada el relato de una bajada a los infiernos arrastrada por un amor nocivo, absoluto, devastador, y se autolacera las rodillas con cortes que sangran. Y la tercera se instala en la pesadilla de Ciudad Juárez, un escupitajo mortal en el rostro de la dignidad humana que convierte en anécdota cualquier amor desgarrado frente a la tremenda realidad de las tumbas innumerables.

La segunda parte, la más potente e interesante teatralmente hablando, culmina con una accción de gran impacto, las tres oficiantes acarrean y vacían en el centro del espacio escénico un buen número de sacos de carbón cuyo contenido van luego retirando con palas hasta casi caer extenuadas. La conclusión mexicana, con su profusión de cruces rosadas y su rosario de testimonios reales, es escénicamente inocua y banal, aunque el horror relatado no lo sea; no basta con lo verdadero para que la verdad teatral se instale en el escenario, y en este caso hay un componente de paternalismo bienintencionado y complaciente que desinfla la rabia y corta las alas de un montaje que, aunque lastrado por demasiados elementos, está lleno de destellos e inteligencia, sabiamente iluminado por Carlos Marqueríe, salpicado de acciones, músicas (de Vivaldi a Paquita la del Barrio), frases restallantes, y de una catarata de estímulos que rebasa el espacio de que dispongo.

Fuente: ABC

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