lunes, 23 de noviembre de 2009

Ionesco o el misterio

Hace cien años nació el padre del teatro del absurdo

El próximo día 26 se celebra el centenario de Eugène Ionesco. De origen rumano, pero de nacionalidad francesa, el autor de La cantante calva ha sido etiquetado como el padre del teatro del absurdo. El dramaturgo Ignacio García May revela cómo el autor, guiado por su gusto por la contradicción y la paradoja, revolucionó el teatro.

Rumanía es un espacio geográfico y cultural extraño y mágico, y es curioso que esa rareza se manifieste en las perspectivas que tanto el este como el oeste tienen de aquel lugar. Para los europeos es el extremo oriental de su continente, más allá del cual empiezan el Mar Negro y la barbarie, pero también desde Asia se ve como un tenebroso territorio fronterizo. En uno de los cuentos indios de Kipling, cuando el protagonista quiere dar miedo asegura provenir de Rumania; la gente le rehúye automáticamente. No es casual que Verne situara en el corazón del país su novela más misteriosa, y acaso la mejor, El castillo de los Cárpatos.

Hay allí yacimientos arqueológicos cuya antigöedad pone los pelos de punta y que darán mucho que hablar el día en que sean adecuadamente investigados. Al otro lado de las Puertas de Hierro, que conectan Rumania con Serbia a través del Danubio, y ya en territorio serbio, se encuentran los restos de Lepenski Vir, cultura mesolítica que parece inspirar los cuentos de Lovecraft con sus criaturas acuáticas. Herodoto hablaba en su Historia de los getas, venerables antepasados de los actuales rumanos que se consideraban inmortales y que adoraban a Zalmoxis, según la tradición, discípulo de Pitágoras. Rumanos fueron algunos de los artistas e intelectuales más relevantes y, sobre todo, más originales del siglo pasado: el colosal Brancusi; Emil Cioran, filósofo de la derrota y de la desesperación; Mircea Eliade, historiador de las religiones y buceador de simbologías; Tristan Tzara, padre del dadaísmo. Creo que es importante reflexionar sobre este clima antes de asomarse a la figura de Eugene Ionescu o Ionesco, como le conocemos nosotros, porque a veces parece que las cosas suceden porque sí, cuando, como ya anunció el rey Lear, “nada vendrá de la nada”.

Ionesco, dramaturgo francés, según las enciclopedias, es inconfundiblemente rumano. Se trata de un autor difícil en virtud de su claridad: lo que vemos es lo que hay, pero lo que hay es extraño. En una de sus obras hay una mujer que tiene tres narices. En otra, un cadáver crece hasta desbordar el espacio de la habitación, como aquel personaje animado de Svankmajer. En una tercera las personas empiezan a transformarse en rinocerontes de la mañana a la noche y porque sí. Sucede entonces que los críticos y los académicos no se conforman, y se arrojan a esa absurda y sin embargo prestigiosa tarea de la exégesis. Más papistas que el Papa, pretenden explicarse a sí mismos, y a los demás, lo que el propio autor se negó a aclarar. Por ejemplo, El rinoceronte fue entendido en el contexto francés como alegoría del lamentable comportamiento nacional ante la guerra de Argelia, cosa que molestó mucho; pero en cuanto la obra se estrenó en Alemania quiso verse en ella una metáfora del nazismo. Como estos eran ya los malos oficiales multiuso (que tanto juego siguen dando hoy) la cosa resultó mucho más tranquilizadora para la burguesía gaullista. Personalmente coincido con George Wellwarth cuando define la obra, mucho más directamente, como “una simple historia de horror”, pero aún así racionalizar a Ionesco es hacerle un flaco favor: lo fascinante en él es su negativa manifiesta a petrificar el sentido de las cosas. No estaría de más recordar que, en aquellos mismos años en que el autor alcanzaba la gloria, se estrenaba en cines El año pasado en Marienbad, y que tanto su director, Alain Resnais, como su guionista, Alain Robbe-Grillet, desconcertaban a público y crítica dando explicaciones completamente opuestas, y por tanto turbadoras, sobre el sentido del film. Beckett, otro gigante de aquellos tiempos, se salía también por la tangente cuando tocaba aclarar el significado de sus obras. Moraleja: hubo un tiempo, y no muy lejano, en que los intelectuales y los artistas planteaban misterios, y no soflamas. Precisamente a Ionesco se le echó en cara no ser más “político”; esto es, no alistarse en la charlataneria marxista al uso.

Célebre es el acoso del crítico británico Kenneth Tynan, carismático, mesiánico y fanático, contra nuestro autor, al considerar que había abandonado sus responsabilidades como “escritor comprometido”... pese a que el dramaturgo nunca había querido jugar ese papel y hasta lo rechazaba explícitamente. Como además, en 1970, le hicieron académico, y hasta se había permitido burlarse de los sesentayochistas, no es extraño que algunos críticos se refirieran a él, hacia finales de la década, acusándole de haberse convertido “franca y mediocremente, en un moralizador”. ¡Ay, la izquierda cultural! ¡Dios les conserve la vista, y el sentido de la historia!

Para entonces, Ionesco se preocupaba más por la pintura que por el teatro, y mantenía largas conversaciones sobre mística con su gran amigo Mircea Eliade. Otra faceta del error Ionesco, y por cierto, también muy extendida, consiste en considerar que sus obras son “graciosas”. Como los diálogos son estrafalarios y están impregnados de un humor perverso, se tiende a acentuar su lado cómico como si eso permitiera, una vez más, “facilitar” su lectura. Bueno, pensamos, no he entendido gran cosa, pero al menos me he reído. Y sin embargo, para Ionesco sólo lo trágico tenía sentido, y así deben ser entendidas sus obras, como tragedias desprovistas del manto de pretensión que habitualmente reviste a este género.

Dramaturgo, poeta, novelista, ensayista, Eugene Ionesco nació en Rumania, pero pasó sus primeros años en Francia. Su padre había llevado a la familia allí, y allí les abandonó para regresar luego a Bucarest. Y así se pasó Eugene muchos años, yendo y viniendo entre ambos países hasta su definitiva nacionalización en 1950, el mismo año en que se estrenaba La cantante calva. Por el camino vivió la Segunda Guerra Mundial, participó en una época irrepetible de la cultura europea, fue Sátrapa del Colegio de la Patafísica, y puso el teatro boca abajo con más energía y más méritos que otros a los que la crítica ha respetado más. Lean ustedes a Ionesco y no intenten entenderlo. Como dijo Rudolf Otto un misterio, por definición, no se explica.

IGNACIO GARCíA MAY

mania es un espacio geográfico y cultural extraño y mágico, y es curioso que esa rareza se manifieste en las perspectivas que tanto el este como el oeste tienen de aquel lugar. Para los europeos es el extremo oriental de su continente, más allá del cual empiezan el Mar Negro y la barbarie. Pero también desde Asia se ve como un tenebroso territorio fronterizo: en uno de los cuentos indios de Kipling, cuando el protagonista quiere dar miedo asegura provenir de Rumania; la gente le rehúye automáticamente. No es casual que Verne situara en el corazón del país su novela más misteriosa, y acaso la mejor, El castillo de los Cárpatos. Hay allí yacimientos arqueológicos cuya antigöedad pone los pelos de punta y que darán mucho que hablar el día en que sean adecuadamente investigados. Al otro lado de las Puertas de Hierro, que conectan Rumania con Serbia a través del Danubio, y ya en territorio serbio, se encuentran los restos de Lepenski Vir, cultura mesolítica que parece inspirar los cuentos de Lovecraft con sus criaturas acuáticas. Herodoto hablaba en su Historia de los getas, venerables antepasados de los actuales rumanos que se consideraban inmortales y que adoraban a Zalmoxis, según la tradición, discípulo de Pitágoras. Rumanos fueron algunos de los artistas e intelectuales más relevantes y, sobre todo, más originales del siglo pasado: el colosal Brancusi, Emil Cioran, filósofo de la derrota y de la desesperación; Mircea Eliade, historiador de las religiones y buceador de simbologías; Tristan Tzara, padre del dadaísmo. Creo que es importante reflexionar sobre este clima antes de asomarse a la figura de Eugene Ionescu o Ionesco, como le conocemos nosotros, porque a veces parece que las cosas suceden porque sí, cuando, como ya anunció el rey Lear, “nada vendrá de la nada”. Ionesco, dramaturgo francés, según las enciclopedias, es inconfundiblemente rumano.

Se trata de un autor difícil en virtud de su claridad: lo que vemos es lo que hay, pero lo que hay es tan extraño que los críticos y los académicos no se conforman, y se arrojan a esa absurda y sin embargo prestigiosa tarea de la exégesis. Más papistas que el Papa, pretenden explicarse a sí mismos, y a los demás, lo que el propio autor se negó a aclarar. Por ejemplo, El rinoceronte fue entendido en el contexto francés como alegoría del lamentable comportamiento nacional ante la guerra de Argelia, cosa que molestó mucho; pero en cuanto la obra se estrenó en Alemania quiso verse en ella una metáfora del nazismo. Como estos eran ya los malos oficiales multiuso (que tanto juego siguen dando hoy) la cosa resultó mucho más tranquilizadora para la burguesía gaullista. Personalmente coincido con George Wellwarth cuando define la obra, mucho más directamente, como “una simple historia de horror”, pero aún así racionalizar a Ionesco es hacerle un flaco favor: lo fascinante en él es su negativa explícita a petrificar el sentido de las cosas. No estaría de más recordar que, en aquellos mismos años en que el autor alcanzaba la gloria, se estrenaba en cines El año pasado en Marienbad, y que tanto su director, Alain Resnais, como su guionista, Alain Robbe-Grillet, desconcertaban a público y crítica dando explicaciones completamente opuestas, y por tanto turbadoras, sobre el sentido del film.

Beckett, otro gigante de aquellos tiempos, se salía también por la tangente cuando tocaba aclarar el significado de sus obras. Moraleja: hubo un tiempo, y no muy lejano, en que los intelectuales y los artistas planteaban misterios, y no soflamas. Precisamente a Ionesco se le echó en cara no ser más “político”; esto es, no alistarse en la charlatanería marxista al uso. Célebre es el acoso del crítico británico Kenneth Tynan, carismático, mesiánico y fanático, contra nuestro autor, al considerar que había abandonado sus responsabilidades como “escritor comprometido”… pese a que el dramaturgo nunca había querido jugar ese papel y hasta lo rechazaba explícitamente. Como además, en 1970, le hicieron académico, y hasta se había permitido burlarse de los sesentayochistas, no es extraño que algunos críticos se refirieran a él, hacia finales de la década, acusándole de haberse convertido “franca y mediocremente, en un moralizador!” ¡Ay, la izquierda cultural! ¡Dios les conserve la vista, y el sentido de la Historia! Para entonces, Ionesco se preocupaba más por la pintura que por el teatro, y mantenía largas conversaciones sobre mística con su gran amigo Mircea Eliade. Otra faceta del error Ionesco, y por cierto, también muy extendida, consiste en considerar que sus obras son “graciosas”. Como los diálogos son estrafalarios y están impregnados de un humor perverso, se tiende a acentuar su lado cómico como si eso permitiera, una vez más, “facilitar” su lectura. Bueno, pensamos, no he entendido gran cosa, pero al menos me he reído. Y sin embargo, para Ionesco sólo lo trágico tenía sentido, y así deben ser entendidas sus obras, como tragedias desprovistas del manto de pretensión que habitualmente reviste a este género.

Dramaturgo, poeta, novelista, ensayista, Eugene Ionesco nació en Rumania, pero pasó sus primeros años en Francia. Su padre había llevado a la familia allí, y allí les abandonó para regresar luego a Bucarest. Y así se pasó Eugene muchos años, yendo y viniendo entre ambos países hasta su definitiva nacionalización en 1950, el mismo año en que se estrenaba La cantante calva. Por el camino vivió la Guerra Mundial, la ascensión del fascismo en Rumanía, y su sovietización posterior, fue Sátrapa del Colegio de la Patafísica, y puso el teatro boca abajo con más energía y más méritos que otros a los que la crítica ha respetado más. Lean ustedes a Ionesco y no intenten entenderlo. Como dijo Rudolf Otto, un misterio, por definición, no se explica.

Méritos que otros a los que la crítica ha respetado más. Lean ustedes a Ionesco y no intenten entenderlo. Como méritos que otros as. Lean ustedes a Ionesco y no intenten entenderlo. Como méritos que otros a los que la crítica ha respetado más. Lean ustedes a Ionesco y no intenten entenderlo. Como méritosque.

Ignacio GARCÍA MAY

Fuente: El Cultural

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